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Rick Day |
¿Nos gusta
el porno? ¡Claro que sí! Y no, no hay nada de malo en ello.
Todavía hay voces que lo condenan, que dicen que cosifica, que caricaturiza.
Pero la verdad es que muchos de nosotros hemos fantaseado con ser precisamente
ese objeto de deseo al que las cámaras no dejan de mirar.
Ver porno
no nos hace menos reales ni menos humanos. Al
contrario, muchas veces es un espejo erótico donde proyectamos nuestras ganas,
nuestros cuerpos, nuestras historias. Nos vemos ahí, entre sábanas falsas, luces
calientes y cuerpos sudados, deseando entrar en esa escena, vivirla, follar
como ellos, o con ellos.
Pero ojo:
el porno no es sexo real. Y eso es importante entenderlo para
disfrutarlo mejor. Es entretenimiento para adultos, igual que una película de acción
con explosiones imposibles. Todo está pensado para lucir, no para ser natural.
Desde ángulos que hacen ver cada pene como si midiera más de 25 cm, hasta
ediciones que convierten una escena de 3 minutos en una penetración
ininterrumpida de media hora. ¿La clave? Cortes, repeticiones y mucho
entrenamiento físico.
Por eso, no
hay que compararnos con los actores. Muchos de
nosotros tenemos erecciones normales, ritmos diferentes, cuerpos diversos. Y
eso no nos hace menos deseables. Nos hace reales. El porno es una fantasía, una
producción armada. No mide tu virilidad ni tu valor como amante.
El porno
también puede educar, inspirar, detonar nuevas formas de placer. Puede
mostrarnos posiciones, estéticas, dinámicas de poder, juegos de rol. Pero como
todo lo intenso, hay que saber cuándo bajarle el volumen. Si sentimos que sólo
podemos excitarnos con porno, quizá sea momento de volver al cuerpo del otro, a
la mirada que tiembla, al roce que no está guionado.
Y, sobre
todo, no hay que avergonzarse de lo que nos gusta. Nada de
esconder los archivos en carpetas con nombres como “proyecto final” o
“impuestos 2022”. Si nos da placer, si lo disfrutamos con conciencia y medida,
entonces adelante. La privacidad también es libertad, y eso se celebra sin
culpa.
Si ver porno
fuera una enfermedad, no quisiéramos cura. Mejor lo
disfrutamos, lo entendemos y lo usamos para encender lo que más importa:
nuestras ganas de vivir el deseo con intensidad y sin máscaras.