Macho, Digno, Nuestro: Dominando el Código de la Identidad

Rick Day

La forma en que nos nombramos tiene el peso de una declaración de guerra contra el prejuicio. En nuestro camino hacia la hombría plena y el goce sin culpas, las palabras "homosexual" y "gay" se usan a menudo indistintamente, pero encierran matices de poder y significado que un hombre maduro debe comprender. Aquí no estamos para filosofías baratas, sino para darle fuerza a nuestra identidad y celebrar lo que somos.

El término "homosexual" es, ante todo, una descripción técnica, una etiqueta que define sin ambigüedades nuestra orientación sexual: la atracción erótica y afectiva exclusiva hacia otros hombres. Es la definición precisa que nos saca de la norma binaria impuesta. Si bien es rigurosa y científica, a veces puede sonar fría, como una categoría clínica. Pero es el cimiento de nuestra realidad sexual. Por otro lado, la palabra "gay" va mucho más allá de la cama. "Gay" es una postura, una forma de encarar la vida con alegría, con un estilo propio que celebra la libertad y la autoaceptación. Un hombre es gay cuando su actitud refleja una audacia para vivir y disfrutar, sin importar lo que dicten las reglas sociales. La palabra engloba la cultura, el goce y la visibilidad, no solo el deseo.

Para muchos de nosotros, reconocer y aceptar que somos homosexuales fue un pulso interno brutal. La presión social para encajar en la heterosexualidad es una maquinaria de guerra psicológica que nos obligó a escondernos o a explorar caminos alternativos. La confusión inicial, a veces disfrazada de bisexualidad temporal, fue simplemente un intento desesperado por no ser el raro, por evitar la confrontación. Aceptar nuestra homosexualidad no es una renuncia a nada, es la afirmación de nuestro deseo primario, del motor que nos excita y nos mueve. Es reconocer que nuestra energía sexual está dirigida exclusivamente a la hombría, lo cual no anula nuestra capacidad de establecer conexiones humanas profundas con cualquier persona.

Crecimos en un ambiente donde se nos adoctrinó para ser "machos" dentro de un molde. En la adolescencia y la juventud, la sociedad, y a menudo la religión, nos martilló con la idea de que ser diferente era un error, una condena. Este conflicto interno, alimentado por el miedo y la culpa, nos robó años de goce y aceptación. Pero la madurez es un acto de rebeldía. Con el tiempo, aprendimos a despojarnos de esas capas de miedo y a abrazar nuestra propia masculinidad, una que se potencia y se deleita en la presencia y la intimidad de otros hombres. Descubrimos que no solo buscamos sexo, sino hombres que entiendan nuestra visión del mundo y compartan el mismo apetito por la vida.

El camino de la autoaceptación total nos exige un sacrificio: soltar el resentimiento. No podemos vivir en guerra con el mundo, ni con nuestra familia, por no habernos aceptado a tiempo. Llevar el peso de los sentimientos negativos solo nos envenena y sabotea nuestra capacidad de ser felices y plenos. El hombre adulto y seguro de sí mismo decide dejar atrás el rencor y enfocarse en su propio bienestar y realización. La madurez nos enseña a priorizar nuestra felicidad y nuestra verdad, incluso por encima de las expectativas y los juicios obsoletos de quienes nos criaron. La autenticidad es la forma más pura de liberación.

Uno de los desafíos más complejos es la interacción con hombres que se identifican como heterosexuales, especialmente en situaciones de coqueteo o atracción. El miedo al rechazo violento o a la humillación es real y palpable. No podemos ir por la vida asumiendo riesgos innecesarios. Sin embargo, con el paso de los años, desarrollamos una especie de radar y una inteligencia social que nos permite navegar estas aguas con seguridad y un respeto por nuestra integridad. Aprendemos a leer las señales, a ser asertivos cuando es seguro y a poner nuestra felicidad y seguridad como prioridad absoluta, retirándonos con dignidad si la situación lo amerita.

Finalmente, la única autoridad que debe regir nuestra vida somos nosotros mismos. Es un error de principiante vivir bajo las expectativas ajenas, ya sean de la familia, la pareja o la comunidad. Nuestra plenitud como hombres homosexuales o gays reside en la autenticidad de nuestras decisiones y en la valentía de vivir sin máscaras. Si tenemos la oportunidad de compartir nuestra experiencia con otros hombres, escuchemos con apertura y ofrezcamos nuestra perspectiva sin sermones. Compartir nuestra historia es un acto de hermandad que enriquece el vínculo y nos permite vernos como iguales, hombres fuertes y complejos.

La elección entre "homosexual" y "gay" es nuestra; lo importante es que la palabra que usemos resuene con la firmeza y el orgullo de lo que somos. Somos hombres que amamos a otros hombres, y en esa verdad reside nuestra mayor fuente de poder y goce.

Édgar Gómez

Artículo Anterior Artículo Siguiente