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| Rick Day |
Entre hombres, el
cuerpo no es solo piel: es un lenguaje que excita. Y cuando se trata del
vello, no hay una única forma correcta de mostrarnos. Hay quienes se sienten
más calientes cuando están totalmente depilados, y otros que gozan más luciendo
su pelo con orgullo. Lo que nos une no
es cómo llevamos el vello, sino cómo lo habitamos con deseo.
Depilarnos
puede ser una fantasía en sí misma. Al pasar
la rasuradora o la cera, vamos perfilando el cuerpo como si fuera un mapa
sexual. Una piel lisa deja al descubierto detalles que excitan: la curva del
pubis, el borde del glúteo, el músculo que vibra al contacto. Esa sensación de suavidad aumenta el roce,
multiplica la lengua, potencia el morbo. A muchos nos calienta vernos así,
tan expuestos que sentimos que no estamos ocultando nada.
Pero
también hay placer en lo velludo. Un pecho con pelo, un
abdomen recorrido por una línea oscura, unos muslos con carácter… El vello no
tapa, resalta. Puede marcar la masculinidad, alimentar fetiches, recordarnos
que hay algo animal todavía vibrando bajo la piel. Y cuando otro hombre se
sumerge ahí —olfateando, lamiendo, explorando—, el deseo sube como una fiebre. Ser velludo no es un descuido: es un estilo
erótico.
En las
zonas íntimas, el juego se vuelve más fino. Algunos
preferimos recortar para que el sexo oral sea más limpio, más accesible, más
visual. Otros vamos al ras porque nos gusta sentir todo: el roce de la lengua,
el aliento caliente, la caricia sin barreras. Y también están los que mantienen
su vello con cuidado, porque así se sienten más potentes, más ellos. Aquí no hay reglas: hay elecciones
eróticas.
Lo importante es no
hacer del cuerpo una cárcel estética, sino un terreno libre. ¿Queremos
vernos lisos, tipo modelo de porno europeo? Perfecto. ¿Nos calienta vernos
peludos como actor de los 80? También está bien. Nos probamos, nos descubrimos, nos elegimos cada vez. Eso es lo
erótico: sentirnos protagonistas de nuestro propio cuerpo.
Una máquina
de afeitar, un rastrillo o una cita con el láser no son
gestos vacíos: son parte de cómo nos conectamos con nuestro deseo. Modificar el
cuerpo también es jugar con lo que proyectamos, lo que provocamos, lo que
dejamos tocar. Cada pelo que dejamos o quitamos es una señal que lanzamos al
otro. Y cuando hay consentimiento y calentura, esa señal prende fuego.
Cuidarse no
es superficial. Es erótico, es político, es placer. No nos
depilamos o dejamos de hacerlo por seguir modas, sino porque sabemos qué nos enciende y nos gusta
ponerlo sobre la mesa —o sobre la cama— sin vergüenza. Nuestro cuerpo no es
un molde que cumplir. Es una invitación. Y
el vello, o la ausencia de él, son solo formas distintas de decir: “Estoy listo
para el goce”.
